ESCALENO

Nicolás Salcito

Propietario y director de Haciendo Camino Ediciones Águila Mora Declarada de Interés Cultural (Res. Nº 2379/14)

abril 7, 2025

Por Alberto Hugo Saravalli

¿Qué te hice para que me tratés mal? ¿Qué?

La misma pregunta, siempre. Dios no respondía.

Escuela religiosa, severidad, obediencia ejemplar, la suya. Hasta tres comuniones semanales; poco que confesar.

Estaba sola. Marisa nunca había conocido más amor que el de su madre, muerta hacía tiempo. ¡Y esa casona tan llena de recuerdos, tan vieja, tan vacía!

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Llovía, aquella noche. Mucho, con viento y un frío que enrojecía poros.

Debajo del árbol acostumbrado, Josefina esperaba. Empapada y tiritando. Sus clientes junto a sus esposas, en sus camas. Y ella ahí, “buscando ese mango que te haga morfar”.

Veinticinco años, sin pasado (o pisado), sin presente (o ausente), sin futuro (o sin futuro): cosa segura. Recorriéndola, un chucho de frío que te sacude hasta el alma que no tenés. Y la lluvia resbalándole por el cuerpo, extrañada de sus formas, yéndose por la canaleta al ritmo del viento, de su propio empuje.

— Te vas a pescar una pulmonía —dijo la mujer, haciéndole señas de acercarse —. Vení, pasá, me llamo Marisa —también dijo.

Josefina sabía cómo se llamaba. El Roque, ese hijo de puta, ese lengua larga, le contaba de Marisa mientras la cogía. Un violento que pagaba con cuatro guitas y, si se quejaba, le daba unas piñas y se iba, tan campante, tan sorete de tipo.

Encima de la mesa humeaba una taza de café; apoyado sobre una silla, un toallón calentito.

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Con el tiempo, se supieron.

Se llamaba Marisa porque su madre adoraba a Leo Dan y esa canción. 45 años y hacía 10 que la había perdido. Roque era un compañero de la secundaria, un pobre vividor que, cada tanto, venía a mangarle unos pesos y de paso, cañazo, hacían el amor: si amor pudiera llamarse a esas encamadas medio violentas y fugaces.

Es lo que hay, terminaba diciendo siempre la dueña de casa.

— Es lo que hay —repetía, mientras le servía un mate dulce y medio lavado.

Con el tiempo, se supieron.

Se llamaba José, como el padre que nunca conoció. No le gustaban su cuerpo ni su sexo, por eso usaba corpiños rellenos de hombreras, se depilaba y se maquillaba como una puerta. No se operaba porque no tenía la plata. Alguna vez lo haría. No le contó de Roque por lástima. Y sí, aceptaba vivir con ella pero no quería dinero. Ella sabía ganárselo. Josefina sabía. También de la lluvia, de la cana, de sus coimas, de golpes, de mate y pan.

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Después de casi un año de vivir juntas y dormir en la cama que había sido de su madre, comenzaron los juegos. Sin malicia, sin sexo, casi como un tornillo de esa sororidad en acto. Casi, porque había un pene.

También llovía esa noche. La Jose (así la llamaba: forma intermedia, inclusiva) ya no trabajaba en días de lluvia y menos si hacía frío, como ése.

Cuando las tormentas, se desvestía como si la cama fuese un club de estríperes sin caño, con mates y bombones, en lugar de billetes en el elástico de la bombacha; o imitaba a Greta Garbo en La dama de las camelias, película que se sabía de memoria. Y todo era pura tos, miradas lánguidas y muchos “Armando, amor mío”…

— De chiquita, me gustaban los molinillos de viento. Anaranjados como esa sombra que usás para hacerte la gata —le confesó Marisa, mientras Josefina hacía su striptease iniciando por las hombreras que sacaba, poco a poco, del corpiño que le había regalado.

— Pará un cachito , que ya vuelvo —le avisó La Jose.

Salió corriendo y fue hasta la otra habitación. Estuvo un rato, uno pequeño, y apareció envuelta en un chal de seda, que volaba junto a ella.

Josefina había visto en Youtube un grupo de bailarines griegos, bailando desnudos. Los hombres meneaban sus pelvis hasta lograr el revoleo de sus miembros. Ella había ensayado mil veces el movimiento. Era el momento de ponerlo en acción. Era su show en vivo para Marisa.

Comenzó. Primero, lentamente; luego, fue aumentando el ritmo. A una determinada aceleración, retiró el chal. Su pene, maquillado con sombra naranja, giraba molino de carne.

— Mi molinillo —exclamó Marisa, mientras reía. Mientras se llenaba más que de cariño, más que de sororidad, más…

La Jose cayó al suelo, extenuada.

Golpearon. Era tarde, hacía frío, llovía.

— No abrás —balbució.

— ¿Y si es alguien que necesita ayuda? —preguntó la dueña de casa.

— ¿A esta hora? ¡No abrás, por favor, no abrás! —imploró Josefina, en tanto se vestía.

Marisa dudó. Golpearon más fuerte. Y otra vez. Y otra. Y muchas.

Fue hasta la puerta, espió. Era Roque. Seguía golpeando. Abrió.

— ¿Qué te pasa? ¿Qué querés?

Él pegó un empujón, se metió de prepo, cerró y guardó la llave en su bolsillo.

La Jose lo encaró.

— ¿Qué mierda querés? ¡Rajá de acá!

— A vos te quiero —le dijo tomándola de un brazo y girándola.

Marisa se acercó. Roque sacó un cuchillo, la apuntó y le ordenó detenerse.

— Si no querés ligarla, quedate chanta —amenazó.

Las dos temblaban; él también, pero por diferentes motivos.

Se abrió la bragueta y la penetró tan de prepo como se coló en la casa. Cuando acabó, le pegó una patada en la cabeza que la dejó atontada.

— Turra de mierda, querías quedarte con la gallina de los huevos de oro —desvarió.

Después se acercó a Marisa.

— Vení, que te toca a vos —le dijo.

Ella le tiró una patada que no llegó y salió corriendo. Intentó encerrarse en la habitación, pero él fue más rápido y terminó volteándola en la cama, boca abajo, sofocándola con su peso. Y empezó su segunda violación de la noche. Segundo round de un boxeador cobarde, de un sorete de tipo.

Mientras forcejeaba por concluir, apareció tambaleándose, pero decidida, Josefina.

Él seguía con el cuchillo en la mano. Él siguió.

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Sobre la cama, inmóviles, dos cuerpos maquillados idénticos. Uno, con una mancha roja en el cuello; el otro, con la misma mancha en el pecho izquierdo. Por el corpiño, asoma la punta de una hombrera. Por la ventana, despuntaba el día.

El portazo no pudo apagar la luz, que entraba tímida en escena.

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Alberto Hugo Saravalli ©

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Diseño: David Daniel Álvarez (1984)

México. D.F.

De la serie «I Dreamed I was the Night» (Soñé que era la noche)

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